Carta para mi primera y más grande generación

Hace muchos años, cuando era todavía un jovencito tonto, leí acerca del hipercómputo. Recuerdo que al mismo tiempo me enteré sobre los pormenores de los Sistemas-(M,R) de Robert Rosen gracias a Everardo Robredo, mi estimado amigo y mentor. Creo que nunca había estado más emocionado por perseguir una carrera académica, pero eso se veía lejano y dificultoso por la naturaleza misma de la vida. Conforme los años pasaron me alejé más y más del estudio de estos asuntos en lo formal, pero jamás dejé de leer al respecto. Cuando por fin obtuve mi título profesional reingresé, por completo, a este ámbito: inauguré el primer curso de Filosofía de la Computación en la UNAM, y además fundé el 1er Simposio de Filosofía de la Computación. No puedo creer haber llegado a este punto.

La historia es algo larga y francamente algo aburrida. Creo que lo que hoy quiero comentar es que, a pesar de estar extenuado, totalmente vacío de toda energía vital después de la ejecución del Simposio, me encuentro completo y al mismo tiempo nostálgico. Me siento completo porque he logrado hacer algo que una versión muy pequeña y antigua de mí anhelaba: tener un espacio donde discutir este tipo de aspectos. Nostálgico porque, como en todo, aquello que comienza siempre termina. 

En 2022 se dio a lugar la primera clase del curso de Filosofía de la Computación en la Facultad de Ciencias. Me recuerdo extremadamente nervioso, dubitativo de lo que se supone iba a transmitir. Inicié mi primer clase mirando al muro ante los ojos de interés de un grupo de personas a las que no conocía en absoluto. Rostros ajenos a mi realidad y que eran el botón de muestra de que mi tiempo de estudiante en la Facultad había acabado hace mucho. Ya no era un pequeño que podía hacer tonterías, no: ahora estaba a cargo de la formación de otros individuos que, tal vez, confiarían en mí el recibir ciertos saberes. Tengo muy presente que intenté hacerme conocer como una persona accesible pero también formal. No quería que me tomaran el pelo y que abusasen de mí como otros antes. Quería asentar mi autoridad y a la vez me buscaba en el reflejo de los ojos del otro. Conforme avanzó el semestre pude conocer a estas personas asistentes con sus nombres, aunque a veces se me escapaban. Cada uno, con su personalidad, comenzó a resonar en mi escenario y entonces se hicieron visibles: fueron nombrados y puestos en el gran teatro de mi mente. 

Yo no sabía, realmente, lo que me esperaba. Llegué extremadamente temeroso a dictar un curso que suponía que jamás se repetiría. Pensé que el Comité Académico lo había tomado como una curiosidad y que posiblemente tendríamos poca afluencia, pero con el paso de los meses eso jamás fue el caso. La asistencia era regular, las preguntas eran duras, y el reto de transmitir lo que sé era cada día mayor. Al saberme insuficiente recurrí a algo que sé hacer bien: congregar a otros. Invité a colegas entrañables a impartir charlas invitadas para que las personas asistentes al curso pudiesen tener un acercamiento diferente con la filosofía y la sociología. La evaluación fue clara desde el principio pero también se flexibilizó, y me dediqué diligentemente a leer cada una de las cosas que solicité. Noté, Édepol, el crecimiento de cada asistente en cada una de las entregas. Opiniones cada vez más claras, tendencias marcadas en la argumentación y supuestos continuamente más sólidos. Era yo feliz, y quería que también lo fueran. Construí algo más para ellos: la semana de presentaciones se convertiría en la semana del Coloquio, un evento público en el que presentarían sus trabajos entre ellos y ante una pequeña población asistente. Recuerdo que todos estábamos nerviosos: hicimos ensayos de prueba y nos criticamos entre todos. Para evaluarles, concreté la asistencia de un jurado que les daría opiniones sobre su desempeño. El día del evento transcurrió sin problemas, y comimos juntos algunos canapés. ¡Fue un éxito, y vi a muchos sonreír! Era yo, en verdad, feliz. ¿Es esto mi vocación, en verdad? ¿No acaso lo que yo deseaba era encerrarme en una cueva a escribir sobre Rosen y sobre mis temores acerca de la finitud de la vida? ¿No es que yo quería, Júpiter, dedicar mi vida al temor de la muerte? ¡No! Encontré un propósito, y entonces supe que Tezan había comenzado a morir. Sí, pervive en mi personalidad y se sostiene en muchos aspectos, pero su totalidad se ha disuelto y ahora abreva de otras costas. Recientemente José Manuel Madrigal, mi estimado amigo, me preguntó al respecto y yo respondí que sigue en mí aquella persona que tocaba el bajo y se la pasaba contemplando el cielo desde los suelos abiertos del edificio de Física, pero creo que ha perdido relevancia de manera tajante. 

El primer curso terminó y sugerí darle continuidad. La gran mayoría aceptó a pesar del muy terrible horario que había sido asignado al curso. Pasaron las vacaciones y me di cuenta que extrañaba la cotidianeidad. De vuelta al recinto académico pero en un nuevo semestre, mi incertidumbre sobre la asistencia de nuestros anteriores participantes no me dejó dormir, pero allí estuvieron. No podía estar más agradecido, y entonces me solté más. Abrí un poco más el temario y el alma. Les comuniqué más cosas y recibí a personas nuevas pero que rápidamente se convirtieron en pilares del curso. 

Quería yo hacer lo mismo: traer charlas invitadas pero durante una sola semana. Alguien por ahí dijo que eso parecía un pequeño simposio, y entonces mi cerebro hizo una de esas sinapses extremadamente valiosas que ocurren una o dos veces en la vida y fue entonces que construí la idea del Simposio que acaba de finalizar. Admito que para su realización cargué un poco la mano al curso en los términos de la exigencia escritora y académica, pero todos y cada uno llegó a la misma meta. Para la ejecución del simposio muchos de estos mismos participantes se ofrecieron como voluntarios, y entonces me di cuentas que mi proyecto intelectual, modesto y pequeño, había trascendido a manos de la comunidad. Eso es, sin duda, un éxito, pero no es sólo mío sino de todo el grupo. Mi vida ha cambiado mucho a lo largo de los años, pero creo que sólo un par de veces me sentí tan realizado. El Simposio no era más mío y sólo mío, era de muchas otras identidades. En estos días de intercambio académico se hizo notar la personalidad de cada quien y respeté todos sus aportes. Creo que, tal vez, recibir esto era también una muestra de cariño. "¿Será que no lo he hecho tan mal?", pensé. Siempre he sido mi peor juez, el más despiadado, pero esta vez no me sentí tan inepto. Attamen quam cito transit gloria mundi, el Simposio acabó tan rápido y en un estallido: conseguí que mi querido Horacio Franco nos ofreciese un concierto, mi regalo de despedida. 

El fin del Simposio marca también el "egreso" de la gran, la más grande y primera generación de estudiantes del curso de Filosofía de la Computación. Este tremendo éxito académico viene acompañado de un amargo adiós. Aquellos ojos y rostros que reconocí poco a poco se desvanecerán, me temo, entre las multitudes de la Facultad y después entre el caos del ir y venir de la vida. Lo que era cotidiano se volverá un recuerdo, y mi memoria cada vez más difusa no me permitirá revivir más aquel año en el que fui una persona feliz, realizada y acompañada. Ustedes me arrancaron carcajadas y les escuché llorar. Nos hicimos compañía bajo la lluvia y de vez en cuando compartimos más de un café. Nos contamos chismes, chistes y ciber-chistines de humanidades. Les mostré fotos de los gatos y me aguantaron cuando llegaba tarde por culpa de los mismos. Me dieron el cobijo que nunca tuve cuando fui estudiante y me permitieron, con su propia curiosidad, contarles sobre las maravillas que he logrado entender y que me han asombrado a lo largo de los años. Más allá, todavía, me quitaron el pesar de mi miedo al problema de las otras mentes.

Ahora que se van he construido una suerte de seminario semi-permanente, que no es otra cosa sino una excusa más para seguir reuniéndonos, pero sé que la vida les irá llevando a otros espacios mientras yo, tal vez, me quedaré aquí, añorando al horrible salón P-202 que fue nuestra casa por un año.

Pero esto no es más que el ir y venir de las cosas que nos constituyen como humanos, y sé que es también parte del crecer como persona, como docente y como colectivo. Ahora que la jerarquía alumno-profesor no es más, espero persistir como un amigo y colega. Son mis iguales, siempre lo fueron, pero ahora sé que lo saben y lo sabrán siempre.

Vic, Max, Bere, Cielo, Fer, Dany, Emilio, Laura, Santi, Blues, Mike, Axel, Serch, Uriel, Leo y Johan, gracias por todo. Sépanse, todos, absolutamente valiosas y competentes. Nunca duden de lo que pueden decir y hacer. Jamás se piensen en soledad pues les llevo a todos y cada una en mi alma. Hoy me tienen así como yo tengo a Everardo, en la misma calidad y disposición. Pero por lo pronto: que la vida les sea leve, que la Tierra les cargue muchos años más y que nos volvamos a encontrar. 

A. MMDCCLXXVI  ab urbe Condita

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