Ayer se fue nuestro amigo

Parece que con cada año que pasa tengo que escribir, irremediablemente, sobre la partida de alguien. 

Sí, el mundo es un sitio que constantemente nos arranca lo que amamos, aquello que deseamos ver cada día al despertar o durante el alba. Pero no es la vida en sí la que se lleva las cosas, sino el tiempo. Y tal vez no es el tiempo el que roba, sino su dirección. Cómo quisiera saber que el tiempo puede viajar en reversa: que volveré a ver a todas aquellas vidas que se han extinguido. Pero como no puedo saber eso todavía, lo único que me queda es escribir. Escribir y esperar que un día, espero lejano pero lúcido, mis ojos se cierren por última vez ante la vista de todos esos rostros que poco a poco han dejado de estar ante mí.  

Hace mucho, recuerdo, conocimos a una gatita muy peluda. Egregia, parecía, y bien conocida entre sus pares de la colonia, la señora NegritaPeluda se paseaba por esos andadores de adoquín y vigas naranjas. Ella sabía vivir a la moderna en el corazón de la obra de Mario Pani. Ella sabía jugar, y sabía muchas otras cosas secretas a los ojos de quien hoy escribe estas líneas. NegritaPeluda tuvo varias camadas a lo largo de su vida, pero sólo conocimos dos. La última, no obstante, fue la más tenaz de todas. Cuando soplaban los vientos y tronaban las nubes NegritaPeluda dio a luz a cuatro hermosos gatitos: Primavera, Verano, Otoño e Invierno. A todos ustedes les dio lo más que pudo, con sus pocos recursos, y les dio todo el amor que conoció. Ella sabía muchas cosas, sí, pero no conocía la maldad del ser humano. Encerrada por días, y de madera deliberada, en un salón de clases de un jardín de niños aledaño, NegritaPeluda falleció por inanición. Sus gritos ahogados entre las paredes jamás fueron escuchados, ni siquiera por nosotros quienes nos enteramos de todo porque las personas que la asesinaron presumían el hecho. Las consecuencias de esos actos, o mi care amice, ya las conoces porque te las conté y sabes que no nos quedamos con los brazos cruzados, pero creo que es un secreto que es mejor que nos llevemos, ambos, a nuestras camas de tierra y hojarasca. 

Otoño y Primavera no lograron sobrevivir a la pandemia felina del momento: la de la panleucopenia. Entre sangre y vísceras se apagaron sus pequeñas vidas, expirando entre el frío del concreto y el ardor de las lámparas urbanas. Sólo tú y tu hermano sobrevivieron. Trueno (de Verano) fue recogido por mí de entre la basura durante un chubasco. Él no sabía qué estaba pasando, pero sabía que necesitaba ayuda y no hizo mayor reclamo a mi mano ni a mi intento por cargarlo. Eran, los dos, pequeños, pero él lo era más. A ti no te vi cerca, y pensé que tal vez estarías muerto ya. Estaba tan, pero tan equivocado. 

Al día siguiente te vi, arañando ese árbol tuyo que tanto te gustaba. Brincabas de un lado al otro cazando mariposas, mirando y oliendo un mundo que jamás podré comprender. Intenté, recuerdo, subirte al departamento casi de inmediato porque venían más lluvias y pensé que, así como Trueno, podrías acoplarte fácilmente, pero no fue así. Triste y compungido junto a la ventana mirabas nueve pisos hacia abajo, extrañando tu árbol, tu jardín, tu acera. No comías, no bebías, no hablabas. Entendí que no era tiempo y te devolví a tu elemento: y tan rápido como te solté, saltaste de vuelta a ese árbol. Ya te habíamos esterilizado por lo que sabíamos que serías, en la medida de lo posible, feliz. Y así fue: te pusiste redondo como globo aerostático.

Pasó el tiempo; ibas y venías de un sitio al otro, pero cerca del edificio. En la zona te conocían como el Gordo Gumaro porque te la pasabas comiendo de todos los sitios. Particularmente eras afecto, recuerdo, a cierto puesto de tacos cerca del hospital que, muy adecuado a tus horarios felinos, te servía diariamente una generosa porción de tacos de bistec. Comías todo y hasta la tortilla, y de ahí dabas alegres saltos a aledaños edificios donde se te proporcionaban sendos platos de croquetas y, si no mal recuerdo, una que otra salchicha.

Un día, no obstante, apareciste ante la puerta del edificio a pedir asilo. Esa tarde el cielo se caía nuevamente, pero tú estabas ahí. Algo no estaba bien, lo sabía, lo sentí. Tu mirada era diferente. Estabas..."¡triste!" pensé en aquel momento, pero no. Estabas cansado. Habías peleado con otro, y en esa pelea habías resultado fatalmente herido no por la más voraz de las mordidas o por la más peligrosa cortada arterial, sino por algo peor que es lento, silencioso y permanente. Algo que es una condena a muerte más fuerte que la vida misma: fuiste contagiado con leucemia viral felina.

Aquella tarde descansaste feliz en la alfombra, subiste a tu cama, comiste cómodamente y miraste al horizonte. No querías bajar ya, no querías ir a ningún lado, querías estar ahí, querías estar con nosotros. Tu mirada de aventura se había convertido en una de pacífica resignación. Una que sabía que el fin estaba marcado un poco antes de lo que esperabas, y estarías dignamente puesto en tu sitio a su espera. Ése eras tú: un señorón. 

No podías vivir más tiempo ahí; los demás te hacían el feo y tu hermano, Trueno, por alguna razón rechazó tu amistad. Meses antes había partido mi hermana, una hermosa gatita siamesa, quien había dejado vacante un espacio. Sin dudarlo te propusimos no como su sustituto sino como el beneficiario de su morada abandonada, y después de un tiempo fuiste recibido. Ahí te quisieron mucho, muchísimo. El tiempo te fue haciendo más bello, inclusive con los daños neurológicos causados por la leucemia. Mirabas con una pupila más grande que la otra, y jugabas con tus bolas de aluminio y papel. Mirabas por la ventana y juzgabas la forma de estacionarse tanto de coches como de aves. Fuiste feliz, mi amado, y me lo decías cada que iba a verte. Me hablabas, me buscabas y dormías conmigo. Era tu forma de decirme que por fin habíamos cumplido tu sueño y que la paz vivía contigo y en ti. Estabas listo para todo, sobre todo a dejarlo todo atrás para poder luchar contra un enemigo que sabías invencible.

Tus vísceras fueron el campo de batalla, donde perdimos la guerra. El cáncer, solución a todo problema del paro, consumía tu esplendorosa vida. Poco a poco apagó esa llama tan profunda que te hizo ser quien fuiste, pero no querías soltar. Lamentablemente los procedimientos para salvar la vida suelen ser más terribles que el padecimiento mismo, y a pesar de ello seguiste adelante. Hace un par de días, con tan poca fuerza, me buscaste firmemente para recostarte en mi pecho, suspirar y dormir un poco. Me abrazaste con un cuerpo que no reconocí, casi sin carne y hecho ya sólo de hueso. Tu mirada, aunque apagándose, era todavía fuerte y sincera. Sabía yo que estábamos diciendo adiós.

Hoy no estás más. Entre todo lo bueno y lo malo expiraste en un espacio tan distinto al que te vio nacer. Te fuiste, oh Invierno, justo en un día frío. El frío del enemigo de la carne que come sin cesar fue lo único que pudo apagar tu llama terrenal, ¡pero nunca tu llama trascendente! Por ti, mi más querido amigo, es que dos personas que habían muerto en vida renacieron, y gracias a ti recuerdo hoy que la vida no es otra cosa sino la aventura del amar no sólo al otro, sino a la tierrita, al Sol, al árbol. Saltar tras una mariposa y observar caer las hojas.

Deseo nunca olvidarte, y como con todos los demás que se han ido antes que yo, ruego al mundo que me antecede el poder verte de nuevo. Que al dar mi último suspiro estés tú, entre otros, abrazando mi fría alma para poder andar juntos de nuevo, como lo hicimos en aquellos días de Halcyon.


Para Invierno, para que sueñes y en esos sueños nos reencontremos todos, incluyendo a Primavera y Otoño, junto a tu querida madre que también descansa, ahora, a tu lado.



Comentarios