Sobre los Trenes de Turing



(NOTA: Esto lo escribí en septiembre de 2016) A través de los años, el hombre ha intentado, vez tras vez, representar su mundo de una manera cómoda y útil. Antes por ocio y curiosidad, hoy por necesidad, la construcción de la matemática ha respondido eficientemente a nuestros deseos, pero no ha sido suficiente. Cuando logramos construir el lenguaje formal y hacer al natural un metalenguaje del anterior nos dispusimos a probar que nuestro razonamiento era único, total, universal, generalizante, irrefutable. Cuanto más sabíamos del mundo, más nos acercábamos a un pensamiento ineludible: que él es modelable, o lo sería, mediante un único sistema de reglas bien formadas, o bien, que él respondía a un tipo de gramática universal física o digitalista que podía ser explotada y descubierta por nosotros. Nos equivocamos, pues, al sobre-estimar nuestra capacidad de encontrar nuestras propias paradojas: la matemática está incompleta, y esto fue el gran golpe que dio Kurt Friedrich Gödel a la propuesta de David Hilbert que pretendía blindar a la matemática de todo error y, así, generar un candidato idóneo para ocupar el lugar de 'la respuesta a todas las preguntas'. Justo esto, que la matemática no puede responder todas las preguntas, nos garantizó que no podríamos generar un procedimiento efectivo para simular al universo.

Cuando hablamos de mecanismos y procedimientos efectivos generalmente lo hacemos en términos de tres modelos: las funciones recursivas generales de Stephen Cole Kleene, el cálculo lambda de Alonzo Church, o la automáquina de Alan Mathison Turing (y casi nunca en términos de la formulación 1 de Emil Leon Post). Ninguno de estos modelos, todos equivalentes, puede simular o extraer valores reales de precisión infinita del mundo, mucho menos simular un universo entero que depende (o presenta, de cierta manera) de valores reales de precisión infinita. Las relaciones existentes en la naturaleza cuyos representantes, como π, están fuera del alcance de estos procedimientos. El mismo Turing había descrito, en 1948, un tipo de máquinas a las que él llamó “máquinas desorganizadas” que son, fundamentalmente, primitivas redes neuronales binarias. Para él, estas máquinas significaron el mínimo nivel de representación del sistema nervioso. Turing pensaba que las máquinas imperativas como su automáquina representaban modelos estáticos e idealizados, incapaces de evolucionar, y que por tanto no eran candidatos para entender la vida. Por el contrario, Turing supuso que los sistemas desorganizados y dinámicamente crecientes eran los modelos que serían ideales para estudiar fenómenos naturales como la vida: espacios que alteran las propias funciones que actúan sobre tales espacios. Sobre el trabajo de la automáquina se construyó el mundo digital que hoy tenemos y, sobre estas máquinas, se realizó (y aún se realiza, con interpretaciones más amplias) la prueba de Turing, que propone un método simple para identificar una naturaleza inteligente en algún agente automático. De manera obvia sabemos hoy que tal prueba no es suficiente como para clasificar inteligencia nacida de una consciencia, mucho menos como para validar que el mecanismo es capaz de interpretar su entorno, las tareas que realiza, las entradas y estímulos que recibe y la salida que produce, así como de adquirir experiencia por existencia de intencionalidad. John Rogers Searle describe esta oposición, al menos en contra de la inteligencia en las computadoras digitales, en su Argumento del Cuarto Chino, en el que, mediante un experimento mental, asegura que las máquinas de este tipo no pueden realizar interpretaciones sobre lo que hacen o lo que leen. Aunque se ha trabajado en dar cierto carisma y «humanidad» a las máquinas computantes de uso común, lo cierto es que todavía nos encontramos lejos de replicar una mente como la humana (o de generar otros tipos de inteligencia), tanto que nosotros mismos todavía no comprendemos cómo funciona nuestra cognición del mundo. Lo que es cierto es que, no sólo de estos mecanismos artificiales, sino de nuestra propia maquinaria neuronal, emergen características imprevistas. Los Trenes de Turing, una red de trenes y compuertas (agujas de cambio de vía y resortes de tapón de vía) son un ejemplo de una máquina no-convencional que es capaz de realizar computaciones y de pasar, supuestamente y dependiendo del modo en el que se le programe, la prueba de Turing. Si Searle estuviese equivocado y el funcionalismo y el computacionalismo tuviesen razón, ¿tendría esta red de trenes la capacidad no sólo de mostrar inteligencia sino de, tal vez y en un futuro, cobrar consciencia de sí y del entorno? Es una pregunta abierta mas no distante de la realidad: así aparecimos nosotros, quienes somos resultado de un proceso largo y tortuoso de evolución pero que, parece ser, no dependió de otra inteligencia previa, sino que nuestra inteligencia emergió del proceso mismo. Daniel Clement Dennett III argumenta, de hecho, que nuestra consciencia emerge del uso del lenguaje y no el lenguaje de la consciencia, siendo esta última una optimización al proceso de uso del lenguaje que ya era fundamental para nuestra supervivencia. Aunque es cierto que podemos suponer una cantidad indescriptible de fenómenos cuánticos que pudieron dar origen a nuestra maquinaria neuronal, también es verdadero que sus epifenómenos son visibles y observables en un mundo macroscópico y clásico, por lo cual no nos detendremos mucho en este aspecto salvo para mencionar que no tenemos, a ciencia cierta, una idea real de cómo es, en sí, el mecanismo emergente que nos dio capacidad de consciencia (en tanto que ésta, probablemente, sea sólo un constructo). No es del todo descabellado suponer que cualquier otro mecanismo, no necesariamente orgánico, podría sufrir suficientes cambios durante el tiempo (tal vez de la mano de otro organismo que le guíe, dado que un objeto como un tren no tiene capacidad de heredar su estructura e información, mucho menos mutar, pues carece de genoma) de tal suerte que, dado un lapso suficiente, emerja inteligencia.

¿O vida, tal vez? Es difícil responder a esta pregunta pues no existe un consenso sobre qué es la vida. Si basta con reproducirse y sobrevivir a los embates de otros entes similares (o no tan similares pero sí competitivos), podríamos decir que inclusive el Capitalismo es una cosa viva en sí mismo, inclusive una civilización. Destruirlo, algunos han dicho, no sería menos que un crimen. El Capitalismo se reproduce mediante los que estamos inmersos en él y en nosotros hace una civilización que le perpetúa, y parece ser que el proceso es repetitivo. ¿Es algorítmico el Capitalismo tanto cuanto lo podría ser la Evolución? Es decir, ¿el Capitalismo podría poseer inteligencia, aunque sea un constructo, al estar cimentado en compuertas de decisión que somos nosotros? Nuestra mente, inteligencia de las cosas y consciencia de nosotros y del entorno están todas constructas sobre una maquinaria celular independiente de ellas y cerrada bajo sus causas, ¿no es posible, entonces, que este aparato devastador pueda, tarde o temprano, ser en sí mismo, como han dicho algunos productores de la derecha, una cosa viva e inteligente de su entorno? En lo personal espero que no, pero tampoco descarto que este comportamiento sea posible. Tal vez sea imposible observarlo dado el próximo colapso de los circuitos naturales de nuestro planeta y el inminente debacle de nuestra civilización, pero esto no quiere decir que, en un futuro y de repetirse el ciclo, el Capitalismo no tenga la oportunidad de ser eso mismo, una máquina que pase la prueba de Turing. En todo esto hemos supuesto dos cosas: que la prueba de Turing puede describir cierta inteligencia y que la consciencia y la mente existen y que no son meros epifenómenos del lenguaje. Hemos hecho como la matemática: cristalizado el fenómeno, removido características que no podemos manipular en la formalidad, y representado lo que suponemos es fundamental. Así como ella tiene sus límites, también nosotros, pero no por ello es imposible reconocer que los fenómenos emergentes son, y serán, productos de sistemas como el nuestro. Asignar maldad o bondad, beneficio y daño, utilidad e inutilidad a alguno de ellos es una cuestión que yace fuera del alcance no sólo de este texto sino de la descripción de tales fenómenos. Cuando un incendio arde y quema un bosque, ¿está en conflicto?, ¿está en guerra?, ¿está siendo intencionalmente dañino?, ¿o está haciendo, simplemente, aquello para lo que fue diseñado o que puede hacer? Nosotros, y todo lo que de nosotros emana, no es diferente. Lo que es diferente es la forma en la que abordamos los problemas y les reducimos, y tal es una característica que, hasta ahora, es exclusiva de nosotros. Es, tal vez, necesario construir una extensión a la matemática que pueda manipular lo inmanipulable ahora, pero esto estará a cargo de quienes pidan o quieran resolver el problema de la incompletitud y sean capaces de reconocer que nosotros, y nuestro razonamiento orgánico, somos parte del problema mismo.



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